monsieur montevideo

 

Hay un hombre estancado. Me está mirando. Pasé la mañana viendo cómo se formaban las nubes en San Isidro. Creo que está armado. La campera comienza a apretarme. Puedo mirarlo a los ojos. Alcides dice que vivió todo eso en el 99. Recorro sin perderme, las baldosas de la galería pacifico. Mea ferro a la reproducción pictórica colgando sobre los cerebros de los que descansan en la plaza de comidas. Creo que su oficio es el de buzo marino, se nota. Es el único de nosotros que no fuma. Sus pulmones sobresalen del pecho, colisionando contra los otros órganos igual de fuertes. Sigue armado, ahora lo puedo ver bien, en la piscina oscura, donde encontramos una vez un cuerpo. Se que está armado por que espera muy tranquilo a que llegue su copita de anís y acá dentro todos tenemos miedo, constantemente, sin ningún corte. No entendí nunca en que se basaron para la construcción de plaza Serrano (que un taxista extranjero me aclaró no es su verdadero nombre, me lo comentó y lo olvidé, pero, todos le dicen así por que está cimentada sobre calle Serrano) y me enferma que lo hayamos imitado. Un espacio profundo donde rara vez pega el sol, rodeado de edificios, donde nos juntamos con intenciones nefastas yo y un grupo inclasificable de otros desterrados. Alteramos la forma del descanso de los vecinos, haciendo que mute a un fastidioso hipocampo de inconsciencia temporal pesadillesco.

Saca el arma, del bulto agolpado al costado de su cinturón de cuerina. La deja sobre la mesa. Ahora nadie lo mira. Todos sumergimos las narices en las respectivas copas. Bloqueando el sol. Esta noche de mediodía. Pero el me mira a mí, por supuesto. Sostiene sus ojos sobre el público, yo, como un cantante marginado de ópera. Comienza a narrar un viaje en tren por el sur de Londres, pasando por Peckham Rye, Newcastle, llegando a Manchester con un soplo de aire afligido. Y yo lo escucho, con Persépolis iluminando nuestro estado de reptiles en cautiverio. Yo sería un camaleón, el sería una sospechosa lagartija, el resto son demasiado vertiginosos como para catalogarlos. La película sale disparada de un pequeño televisor plasma de 15 pulgadas. Alguien, a los gritos, exige un Martini. Su cerebro está muerto, dejando a las emociones tomar el control total de su cuerpo. Reclamando propósitos que su por entonces finado cerebro no se animaría a experimentar. No existían las verdades, esperas, el dinero, la sobredosis de cemento (afuera era todo campo). Por supuesto que mucho menos las agujas y los marcos. ¿Puede uno vivir impulsado sin propósitos, sin emociones e igual estar bien? ¿Sin esa figura principal en la partitura musical? Me pregunta uno de ellos que estaba a mis espaldas. No me giro a buscarlo. Sigue el otro, con su arma en la mesa como un rayo de luz que impacta derecho contra nuestra locura. Espero no convertirme en ellos. Alcides cuenta que vivió todo esto en el 99, otra vez, pero nadie realiza una objeción y el sigue con la historia. El arma descansa, y el otro deambula por el salón, como si buscase absolutamente nada, con esa postura. Le da las dos manos al siniestro hombre espejado en el mármol español, lo mira nuevamente a los ojos, como hizo conmigo y parecen intercambiar algo, en silencio, con el viento del mundo exterior entrando por el burlete astillando nuestros labios.

Estoy pagando por esta historia. Como siempre, termino pagando. El valor devaluado de nada.

Suena el teléfono.

-´´ ¡Déjenme solo, estoy así hace una semana entera! ´´ dice una voz distante del otro lado de la línea. La librería de la vuelta está cerrando, hoy no vendió nada. Nadie tiene dinero y nada estaba sucediendo en el territorio que nos de algo de dinero. Nadie quería hacer algo al respecto por lo tanto la nada se hacía presente. Y todo era nadie y nada. Desolado desierto de oportunidades nunca antes vistas. Otro ser se pone a chillar y lucha por desprenderse de algo que percibí eran parásitos chupa sangre. Los conozco bien y me altero por que justamente los conozco bien. Se que salen con la luna y eso quería decir que en breves tendría que despertar y odiaba verme escuchando con los ojos cerrados las pelotas de ping pong marcando el tiempo orquestal que día a día perfuma mi departamento de calle Corrientes, pegado a los árboles asimétricos de la ciudad entera, parques abandonados y todos mis sueños y mentiras. Ambientados bajo cielos grises y ruidaje explosivo de algún grupo dedicado a tiempo completo a las jam de jazz con inspiración en el beat de los 50s.

Termino finalmente despertando. Vuelvo a visitar el lugar, con la sensación de que todavía tenía algo para darme. No encuentro el arma, ahora la película que se proyecta es alguna irreconocible de Kurosawa, y una bruma espesa me recibe arrastrándome nuevamente al circo replicado, bajo un cielo de estrellas que no brillan. Otro día más, que no habla. Como cualquier otro.

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