La respuesta flotando en el aire.
Pude conciliar el sueño recién pasadas las seis de la mañana. Ya eran las nueve, los pájaros cantaban anunciando la desolación total. Montevideo estaba vacía, todos disfrutaban de sus vacaciones en el este del país, repletos de complejos y paisajes que acontecen una vez al año. Miraba el techo enmudecido con la luz colándose por las rendijas de las persianas y el despertador advertía que, en efecto, era hora de levantarse. Estiro mis piernas y noto la pesadez que arrastran. Mis ojos son como bolsas de boxeo que cuelgan desde hace décadas en el mismo húmedo gimnasio. Había pasado la noche absorto pensando en garantías de alquiler, en mudanzas, el pago de la luz, el surtido mensual, el futuro. Fumo un cigarrillo desde la cama sin dejar caer la ceniza sobre las sábanas y abro la caja de zapatos donde escondía el dinero ahorrado. Agarro trescientos pesos y me decido a salir a caminar por la ciudad, esa que tan bien conocía y que a su vez tan aburrido me tenía. Como cualquier repetición, supongo, termina abrumando a todo ser humano. Pasa con las relaciones, con la vida, con todo. Yo tenia una cierta relación sentimental con mi ciudad, así que entraba en los parámetros pre establecidos. Compro una coca cola y una bandeja de canelones. Me arrepiento de haber salido y vuelvo a encerrarme en la torre de cemento para situarme en lo alto y poder controlar todo desde allí. Cargo con los canelones y los dejo en el primer estante de la heladera, la coca cola ya era parte de mi sistema digestivo. Tras sentarme en el sillón y contemplar el silencio absoluto durante unos minutos, decido volver a adentrarme en la jungla, sin pensar demasiado en el rumbo, solo quería deambular por las calles, para encontrarme a alguien, a cualquier persona. Ahora estoy yendo a ningún lugar, estresado por mi poca capacidad de quedarme en un solo sitio, por el constante movimiento, el run run de los motores y la gente que pasa a mi lado sin importarle nada de nadie más que completar sus rutinas y llegar a casa.
Hoy no es un buen día. Me repito a mí mismo mientras bajo por Tristán Narvaja sin dejar ver mi fervoroso deseo de encontrarme a alguien, a cualquier persona. Freno en la Tortuguita para tomar un café quemado mirando el paisaje urbano que se desata ante mis ojos. Saludo a Marcelo, el dueño de la librería de al lado. Bebo el café de a sorbos pequeños buscando que nunca se termine. Hoy no es un buen día. Necesito encontrarme a alguien, vuelvo a decirme. Me imagino en un living perfumado, con algo de música de fondo, dos gatos merodeando por el espacio, el viento y la noche golpeando la ventana, queriendo unirse al espectáculo. Me arrastran hacia la realidad nuevamente las personas que pasan y golpean con sus caderas la mesa de plástico blandas, haciendo danzar a mi café . No, no quiero alcohol, gracias Fernando. Hoy no es un buen día. Es un buen día para contemplar todo desde lejos, envolverse en el río de árboles y en los suspiros de los trabajadores. Caminar sin más. Hurgando en las cosas viejas, pues nada es nuevo en esta metrópolis. Las palabras tendrán que ser inventadas, ya alguien más se tomó el trabajo de retratar con lápiz y papel las imágenes de plenitud grisácea. Yo no lo volveré a hacer. Lo he hecho, ya no. Ahora soy un espectador que rasguea las cuerdas oxidadas hasta dar con una nueva digitación que nada tenga que ver con todo esto. ¿Un relato hipnótico que no llega nunca a ningún puerto? ¿Un croquis del ser humano desesperado? ¿Notas musicales flotando sobre el río de la plata sin más función que la de existir hasta que alguien escupa y apague su fuego que tanto tiempo le llevó tomar forma?.
Alguien murió hoy. Tenía mi edad. La muerte ronda la plaza que está a pocas cuadras de donde vivo, ella va vestida de tul arreglada con labial y parece siempre estar cerca, aunque se nuble su mirada en los días buenos y no sepa a quien tomar. Esa falta de seguridad la lleva a besar rostros que no estaban preparados para el final, rostros que aleteaban con fuerza queriendo llegar a la superficie aunque el oxígeno abunde en sus pulmones. Soñadores, llevados al juicio a temprana edad por delitos que no cometieron o que todavía no habían llevado a cabo, llenos de magia misteriosa en lunas que parecen repetirse. Necesito a alguien, y me apena decirlo, necesito un amigo, necesito a alguien. Pero estoy solo en las montañas, descifrando sentimientos, ahogado por la virtualidad y su voraz mirada que espera mi próximo movimiento. Atrapado en los pasillos interminables de mi memoria. Embriagándome mano a mano con el futuro sin pensar en mi presente estable y lleno de oportunidades. Escribo poesía como alguien que padece de una enfermedad. La narrativa casi no me interesa, pero siempre vuelvo a ella. Beso a los escritores muertos cuando cae la noche. Escucho atentamente las confesiones de aquellos músicos que dejaron este mundo por decisión propia. Encuentro a una mujer y me siento a escucharla por un tiempo y luego desaparece. O desaparezco yo. No lo sé.
Termino el café y dejo el billete de cien debajo del platito blanco. Camino por la calle Colonia sintiendo el sol agitando mis venas. Por acá vivió Darnauchans, pienso. Enciendo otro cigarro más y sigo arrastrándome esquivando las miradas. El presente es fantástico, el futuro me persigue, y más en aquellas noches, donde no puedo dormir, con la oreja pegada en la almohada fría presagiando una tormenta a la mañana, y solo, completamente solo bajo estas paredes que hace tiempo deje de sentir eran mías. ¿Por qué me empecino tanto en darle vueltas al asunto? Voy a escapar de acá, antes que la confusión se adueñe de mis ojos.