Después de responder veinticinco mails, haber cotizado diversos envíos para interesados en adquirir alguna novela de Peri Rossi desde el exterior y haberme comido un alfajor frutal traído directo de Salta por una compañera en la editorial, abandoné el recinto con mi ejemplar de La novela luminosa bajo el brazo. Era mi día libre en el bar, así que las horas no eran algo que me interesara, sentía la libertad absoluta. Aborde un 116 con destino a la ciudad vieja y me coloqué los pequeños auriculares negros que me habia regalado mi madre una navidad ya olvidada. Sonaba Nick Cave, pero el día pedía al otro Nick. Saturday Sun musicalizaba la bajada por la calle Canelones. El ómnibus dobló a la altura de Wilson Ferreira Aldunate, pasando la calle Soriano y luego San José. las cosas se quedaban atrás, al igual que el disco de Nick Drake. Llegué hasta la puerta de la ciudadela luego de bajarme en la calle Rincón, con la remera húmeda producto del sol que quemaba como una vela que acababa de llegar a su máximo esplendor. Me escondo en la peatonal Bacacay para así poder anotar algunas cosas que tenía en la cabeza en el pedazo de papel suelto que siempre llevo en el bolsillo, con una lapicera Sabonis que me fue obsequiada por mi querida tía Ximena. Escribo: ``Quiero morirme dentro de una fonda`` y luego remato con la expresión en latín ``Sine qua non``. Me levanto, luego de haber asesinado cuatro colillas de cigarros contra el banco de madera. Saludo al dueño de la librería La Lupa, puesto que lo reconocía de la noche anterior en el bar. Camino sin rumbo atendiendo el espectáculo de turistas que se desplegaba por la peatonal Sarandí; la mayoría de ellos brasileños, y llego a la calle Ituzaingó. Freno en el café brasilero, como una excusa para sentarme bajo un aire acondicionado y así por fin poder pensar sin que el clima (que a esa hora de la tarde era un yunque de mil toneladas) me interrumpiera. Recuerdo algunas frases memorables de Pedro Lemebel cuando una muchacha con el pelo marmolado me trae un pequeño café que enseguida comprendí me iba a salir carisimo (grave error ese de no consultar el precio de algo antes de consumirlo, más si uno cuenta con cuatro billetes arrugados en el bolsillo).
Había cierto ritmo frenético dentro del café. Las tres mozas que habían se movían ágilmente, desplazándose como depredadoras por el lugar a pesar de que este era habitado por dos jubilados que chupaban la taza a 25 bpm y yo, que con mis auriculares puestos depositaba mi silencio y mi mirada hacia la calle Ituzaingó, observando esporádicamente el rincón donde cuarenta o cincuenta años antes Benedetti se había sentado innumerables veces. No me interesaba el rincón, ni Benedetti ni nadie, solo prestaba atención al piso de madera que crujía y temblaba cada vez que una de las mozas se desplazaba por el lugar para alcanzar velozmente un vasito de soda a alguno de los viejos.
Despegaba, con la ayuda de una cuchara de metal pesada, la espuma del espresso impregnada a las paredes del pocillo caliente. Pompa y circunstancia. Agarro una servilleta perfectamente doblada y realizo un pobre retrato de Paul Desmond, sin saber dibujar, claro. Garabatee una cara que se parecía a todo menos al genio de los vientos, más bien era una versión desafinada de Woody Allen, con un poco más de pelo en la frente.
Pago, con lo justo, casi sin propina y salgo por la puerta pesada de madera.
Deambulo por Buenos Aires, como en mis pasados y oxidados 16 años. Edad que atravesé mayoritariamente arrastrándome por las calles buscándome o buscando algo que me diera algún propósito. Vale aclarar que nunca encontré a nadie, mas bien me perdí en la mayoría de las veces, pero como alguna vez alguien me hizo notar, soy una persona que siempre anda detrás de la experiencia. Era cierto, y lo asumí, no me parecía nada malo, más bien una cualidad noble, sin enaltecer mi pobre personalidad derrumbada por las desilusiones.
Vuelvo a refugiarme en la peatonal Bacacay y como si de flashes e imágenes se tratase, un relato comenzó a formarse, comenzó a gestarse algo de lo que me tenía que agarrar y no podía permitir que abandone la zona, como aquella película de Miyazaki, algo así como el castillo vagabundo. Subo a un 145 que justo pasaba ante mis ojos e intento que llegue rápido a mi casa, utilizando mis poderes mentales que por supuesto no funcionaban. Ooohhh Baby de Lou Reed agilizaba el desplazamiento mientras veía por la ventana sucia la calle Maldonado, lugar donde la noche anterior un pichi en busca de 50 pesos que le solucionaran el dolor de cabeza que la abstinencia le estaba generando, me mostró el cuchillo más grande que jamás había visto. Durante el día parecía más amena, casi que llena de vida. En mi casa me esperaba un CD de Los Estómagos y la computadora. Me hundo en la silla y tecleo a un ritmo desesperante, rememorando a aquellos autores Beat que tanto idolatraba. No importan los errores, no importaba la historia, no quería el giro inesperado del clásico cuento o relato, quería retratar algo, no importaba que. Importa el acto de la escritura, no importa mas nada. El resto son puras obviedades del momento que pronto se vuelven espuma, se elevan y se vuelven parte del cielo. Amo de La Noche aturde las paredes repletas de humedad de mi pequeño apartamento en el barrio de Parque Rodó. Un libro de Peveroni, otro de Sontag y uno de Polleri me observan y me juzgan a la vez desde el otro extremo de la habitación. Corrigen mi estilo, me alientan a que siga con esa movilidad y ritmo exorbitante pero yo les respondo amablemente que no,m que todo tiene un fin, y que yo encuentro el fin de este pequeño instante narrativo aquí, y no le pido más a la hoja en blanco, en este caso el archivo Word. No pido más nada. Todo tiene por supuesto, un fin, y este es el de este instante ebrio de gloria. Otro día mas de vida. Otra aventura que se queda en el archivo.