Dos no da tres.
Se nubló la habitación con el humo del azufre del fósforo. Pitaba fuerte un Us Fox, de contrabando, con ese olor a pasto quemado característico.
El vaho
pesado, tras unas horas en la reunión, repercutía en los pulmones, los labios y
los cachetes. Sumado a que todos fumaban allí dentro, no se abría bajo ninguna
circunstancia las ventanas laterales que iluminaban la mesa larga de madera.
Todos hablaban, pero nadie parecía decir nada. Sus uñas resbalan con el filtro
del cigarrillo a punto de finalizar y jugaba a rozar su bigote con los extremos
del plástico quemado. Cuando sintió que el cartón le quemaba ya los labios,
estrelló la colilla contra un cenicero aflorado de cerámica que estaba
empotrado a la mesa y agachó la cabeza. Sumió sus pensamientos en un océano
ancho como una ruta descarrilada y bloqueó cualquier sonido ajeno al que él
pueda producir. Se suponía que ese día lo marcaría para siempre, como cualquier
muerte que llega a la orilla sin previo aviso, y más cuando resulta ser la de
tu propia madre. Afuera había un sol tímido que no lograba calentar de todo las
barandillas de metal que estaban en los balcones de enfrente a la oficina. La
ropa en los tendederos seguía húmeda del lavado que todos habrán de realizar la
noche anterior, esperando que el nuevo día llegue con un sol radiante que seque
al instante sus prendas avejentadas compradas hace unos cuantos años atrás,
época previa a la crisis. Miró una foto que descansaba sobre la biblioteca
principal, justo al lado de un ejemplar de crimen y castigo. Era el dueño de la
empresa fúnebre con sus hijos y esposa. Una familia tipo. Hijos sanos,
supuestamente alegres y simpáticos con un futuro desprovisto de preocupaciones.
Volvió a agachar la cabeza y se mantuvo en esa posición casi que fetal hasta
que le alcanzaron un papel blanco con muchas inscripciones. No quiso leer. Le
indicaron donde debería firmar y el accedió sin oponer trabas. Se dieron todos
la mano, el ofreció su izquierda como pequeña señal poética y abandonó el
lugar. Con la cabeza fuera de eje, sin pensar en más que la imagen de un océano,
pero esta vez estrecho, como el pasillo de la casa de su infancia, que
conectaba su cuarto con el baño y la habitación de su madre, decorada con un
piano que dejó de tocar cuando se enteró que estaba embarazada de él, un ropero
alto heredado de su bisabuela y una cama de dos plazas que noche tras noche
nunca consiguió llenar.
Sintió muchas
cosas, pero no quiso ahondar en ellas. Se entregó al sol. Cerró los ojos, y en
la puerta de la empresa respiró con mucha fuerza, como si intentase así, barrer todo el alquitrán que estaba pegado a las paredes de sus pulmones. Pateó imágenes viejas que intentaban aterrizar en su cabeza y caminó, derecho, sin ver a los costados, sin mirar atrás, susurrando algo que ni siquiera el lograba entender pero que de cierta manera le servía para algo.