El cuadro de Rembrandt

 

Se abre la puerta, pesada, haciendo un ruido estremecedor. Ella parece disimular el uso de fuerza que está realizando, pero él se da cuenta y termina empujando el último tramo hasta que el espacio es suficiente como para que su cuerpo pase sin problemas.

-Ponete cómodo, está helado afuera

-Si, permiso

Deja su saco sobre el perchero despojador de madera.

-Hay té, recién lo preparé, ¿o preferís vino?

-Estoy bien

- ¿Precisas algo?

- Necesito un lugar para escribir

-Podes usar aquella mesa

Se sienta junto a la estufa de leña y calienta su cuerpo sin arrojar ningún sonido, escuchando y viendo como las brasas se desprenden de los troncos sin poder hacer nada al respecto.

-Estás pálido

- Estuve comiendo mal estos días

- ¿Queres contarme qué te pasa? ¿Qué viniste a hacer?

- Más tarde

Mediados de julio. La gente camina con la cabeza gacha, evitando las miradas. Moviéndose poco intentando mantener el calor corporal, pero nada es suficiente para frenar la ola de frío que incomodaba al pueblo.

Ella vivía al lado del herrero, cosa que le impedía conciliar el sueño. Vivía a merced de sus intenciones. Sujeta al loco abstraído de la realidad que utilizaba el yunque para forjar metales a altas horas de la noche.

Él vivía en la ciudad, a ciento cincuenta kilómetros de ella. Viajaba mucho, por placer. Era un afortunado, de esos que generan envidia. Una herencia adquirida a mitad de su vida lo había liberado de los obstáculos que tenemos la mayoría para alcanzar la plenitud, tanto creativa como moral y por qué no, vital. El ocio ocupa una gran mancha en su vida. El tiempo, no es nada más que una limitación endeble. No está claro qué es lo que los une. Ella ejerce como la curandera del pueblo. Él nunca tuvo vocación. Escribe, por supuesto, cómo cualquiera que anda buscando respuestas. Pero a diferencia de otros creadores o aventureros, no está muy claro que es lo que él busca. Seguir jugando con el tiempo, quizás.

Había llegado al pueblo a la mañana, pero quiso pasear antes de visitarla. Comió unos bollos de pan gallego, bebió agua de un pozo al cual accedió por la gentileza de un arriero dueño de aquel charco ingrávido hundido en la tierra. Escuchaba algo de música a través de sus auriculares y simplemente se arrastraba por las calles de tierra, con el sol en lo más alto, acuchillando su cuerpo lentamente y con cierta intensidad.

Se refugió en una pequeña taberna que estaba vacía. El dueño pasaba un trapo de microfibra sobre la barra de madera, con marcas que a esta altura son heridas de guerra, y si pudiese hablar, tendría tantas historias que aburriría a cualquier audiencia. Bebió una copa de ron y ni siquiera miró al señor a los ojos.

Cuando terminó de tomar forma el océano negro sobre su cabeza, intentó averiguar donde es que vivía ella. Solo obtuvo miradas y un ́ ¿De dónde viene usted? ´´.

No iba a hundirse, no iba a ser tan fácil, lo sabía.

Siguió caminando sin mirar a nadie a los ojos, buscando un lugar donde esconderse y pensar un poco, quizás realizar algunas anotaciones, pero estaba muy frío, le costaba mover las manos. Deslizaba con sus pensamientos pateando esporádicamente pequeñas piedras que volaban hacia la oscuridad impactando contra las plantas al costado del camino y respiraba, sobre todo por la nariz.

-¿Me podes contar por lo menos como hiciste para llegar a mi casa?

-Reconocí las cortinas.

-Pero si nunca habías venido, ¿de qué estás hablando? ¿Hay algo que quieras decirme?

-Simplemente las reconocí, no hay más misterio.

Ella se levanta y se sirve en una taza larga el té de manzanilla. Él la sigue con los ojos y observa su silueta, sinuosa. No dice nada más. El aire sufre una tensión que se podría cortar con la uña de los dedos. El té sale despedido y aterriza en la taza, el sigue observando. No le agrega azúcar ni edulcorante. Lo revuelve con una pequeña cuchara y clava sus ojos en el torbellino que el movimiento genera. A pesar del frío, los mosquitos rondaban por la casa. El sigue al costado del fuego.

-´´Sabes qué, encuentro que tengo ciertas limitaciones, no creo que escribir sea lo mío´´.

Ella ni siquiera levanta la cabeza al escuchar su voz formulando una oración coherente por primera vez.

-´´No encuentro la motivación suficiente como para generar algo realmente poderoso, quiero decir no encuentro el por qué hacerlo. No sirve para nada´´

Ella escucha lo que dice y en su cabeza desea que el silencio no se hubiese roto. Había encontrado cierto resguardo en las paredes mudas, sosteniendo su taza, calentando las manos. Mientras él seguía hablando, ella se remontaba tiempo atrás, a algún campo donde corría y nadie lograba atraparla. El viento golpeándole la cara, las estrellas brillando intermitentemente, la mente vacía de pensamientos, solo el movimiento.

Abrió una ventana, ante la mirada dislocada de él, y sacó la cabeza para sentir cómo sus mejillas se iban poniendo duras. El pueblo parecía tranquilo. Se escuchaba a lo lejos una guitarra que parecía rasguear variando el patrón, pero sosteniendo el mismo acorde. Eso le pareció fascinante y no pudo evitar quedarse unos instantes apreciando ese momento. Seguía con la taza, ya tibia por la irrupción del cambio de clima, en la mano como un amuleto. El acorde seguía sonando y ella a pesar de tener un nulo conocimiento musical, quiso intentar adivinar cuál era. En su cabeza desfilaron las pocas notas y acordes que conocía. Decidió que era un La Mayor. Estaba contenta. Quería cantar, que escuchase la guitarra y que de pronto tocara la puerta de su casa, con anís y pan caliente. Se respiraba, por fin. El aire había claudicado, volviendo a su forma natural, blando y estéril.

El herrero dio un golpe seco y la obligó a meter la cabeza nuevamente en su casa, fastidiada. El ya no estaba junto al fuego. Bebía una copa de vino en la mesa que se le fue ofrecida en un principio.

-´´Creo que fue una mala elección haber comprado este vino´´

Comenzó a hablar. Comenzó a decirle los motivos de su visita y ella se sintió de repente cansada. La variación de estímulos la había agotado y creía que se iba a desmayar mientras el soltaba de su boca oraciones argumentativas muy serias. La taza estaba en sus manos, helada, con el saquito de té aun flotando, exprimido. La guitarra no existía allí dentro y el campo estaba muy lejos. Todo era angustiante y cálido. Se imaginó cantando sus poemas más personales ante nadie. Solo ella, con una guitarra, lejos, muy lejos de todo.

-¿Escuchaste lo que te dije? Me voy a ir, no tengo más nada que decirte.

Ella le abrió la puerta, disociando todo.

-No sé cuándo voy a volver, pero te voy a buscar, y espero que hagas lo que te pedí.

Luego la puerta se cerró y ella no se quedó quieta. Caminó por todos lados, inquieta, aterrada por sus declaraciones. Se abrigó, dejó la taza en la cocina y abrió todas las ventanas. El viento no se hizo esperar, trayendo consigo una helada capaz de inmovilizar una fogata en la playa. Caminó, pero quería sentir el viento. El abrigo se desprende de su piel, esperando caer al suelo, pero se desliza en un largo abismo sin final mientras ella parece comenzar a bailar una melodía que no existe. El movimiento se hace presente por fin y todo rueda en un mismo sentido con el frío como motor. El pueblo detrás de las ventanas seguía muerto y ella no distinguía el sonido de la guitarra. Todo parecía haberse teletransportado dentro de su casa. Y ella, tan sola, con las ventanas abiertas, desnuda, libre, bailaba generando formas desproporcionadas y agitando los pies como si estuviera nadando, a punto de ahogarse. Luchaba contra todo, en la casa ocupada, repleta de sentidos. Las llamas de la estufa se extinguen, pero seguía bailando, sin intenciones de parar. La taza la observaba con miedo de que ella no supiese que desde hace un rato flotaba ella, entre el invierno, con las horas contadas.

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