Calidez en el ambiente infernal.

 

La araucaria, plantada en la vereda, llegaba con su alto y robusto cuerpo hasta donde me encontraba yo. Fumando sin ganas en el balcón de un sexto piso en un barrio sin nombre. Sus hojas se agitaban, recibiendo golpes de un enemigo superior que las obligaba a tambalearse, a bailar con el clima y el rumor de la noche. escupía agua residual de una lluvia pasada, directo a mis pupilas y a mi cigarro, que respondía a las agresiones soltando pequeños susurros, pero que eran fulminantes. Al entrar de nuevo a la casa, la noté quieta, desanimada y triste. Quería envolverla de calidez y sentido, así que puse a girar un disco de jazz, Stan Getz o Coltrane, no recuerdo bien quien era su autor. Preparé el ritual al cual iba a someterme en unos minutos, ordenando el despelote y lavando los platos ensangrentados por la salsa rosa. Arrojé los ravioles despedazados que sobraban en el plato, como cadáveres mutilados, a la basura. Tachado eso de la lista, continué por teñir de rojo intenso una copa con un vino tannat picado y me senté por fin a escribir. Las horas orbitaban a mi alrededor como si les debiera algo, como si les debiera más que la vida misma. La ciudad se iba apagando, paulatinamente, por lo menos donde estaba yo, supongo que hay lugares donde nunca logra llevarse del todo su actividad hacia otras dimensiones. La paz fue aseverando su dulzor, a medida que los minutos devoraban mi escuálido cuerpo, y arrastraban todo a su paso. Los personajes de mis historias fueron comulgando las mismas ideas. Los paisajes fueron embelleciendo. El clima cristalino, presagiaba lo imperfecto a través de sus surcos cálidos y monótonos. Mis dedos cantaron, danzaron y gritaron al ritmo de melodías de ultra tumba, identificables para cualquier apasionado por el mundo moderno.

Sentí que había tomado contacto con algo importante, y me llené de orgullo. Había escrito el mejor cuento que mis capacidades de ese momento pudieron ofrecer, en esa tertulia lunática y llena de ornamentaciones espectrales. Por lo tanto, para bajar un cambio y airear el cerebro, decido emprender una caminata nocturna, para ver que tenía para ofrecerme la ciudad en llamas, en una noche de lluvia entre semana. La avenida me recibe de brazos abiertos, amable y simpática, con un kiosco abierto donde pude comprar un paquete de tabaco con monedas de cinco pesos. Saludo y realizo un breve intercambio espiritual con el cuidacoches de la cuadra, el cual se encontraba especialmente alegre ese día.

Charlamos sobre el frío letal. Bullían los susurros por encima nuestro. Voces que salían disparadas de las casas que aún conservaban algún vestigio de vida. Camino unas cuadras, tras convidar con varios cigarrillos al hombre y voy sintiendo penetrar por mis narinas el aroma de la soledad. Infiltrándose en mi cuerpo, trepando por mi cuello deseando mi estabilidad y mi poder flagrante.

Un pequeño pub me saluda a la distancia y arremete mis curiosas pupilas. El calor gentil corre con velocidad por mi cuerpo. Lanzo contra el suelo con un movimiento suave la colilla vieja que aún aleteaba e ingreso al recinto con muchas expectativas. Una música tocada en vivo me despeina y me llena de confianza. Dos guitarras, un bajo, una batería mal ajustada y un cantante que elijo creer, estaba imitando a Ray Charles.

Por falta de confianza e inseguridades varias; que pintarían mi figura como la de un maníaco depresivo y por ende no las describiré de forma exhaustiva, camino cabizbajo hasta encontrar una mesa vacía en un rincón oscuro, preferiblemente alejada de toda forma humana.

Las luces ocres permitían distinguir siluetas, pero no reconocerlas. El faro rojo que colgaba de mis labios permitía al resto, ver que allí en efecto se encontraba alguien, no se sabe quién. Como una señal intimidante. El anónimo, el desconocido habitante del bar.

 Eso me llenó de confianza y pude levantar mi postura. Pelo una servilleta de la canastita de mimbre que posaba en mi territorio y anoto todo lo que estaba viendo a mi alrededor. Descripciones sobre las figuras negras y transparentes. Adivinaba sus ocupaciones, sus pasados y sus peores secretos. Describe perfectamente al barman, que gracias a un foco que caía del techo, dejaba a la vista sus facciones muy bien definidas. Le encargo al mozo, que se aproximó a mi mesa, un Sandy Mac con poco hielo y un sanguche caliente. A lo cual me advierte que allí, para comer, solo podía ofrecerme un bocata de jamón crudo, palta y queso crema o en su defecto, si me sentía un poco más osado y atrevido, dispuesto a aventurarme por el mundo y los recovecos de la cocina de autor, unas papas con cheddar y panceta.

´´La putisima madre que me parió, que mierda está pasando con todo, nos volvimos pelotudos´´ puteo para mis adentros sin saber bien cual era mi enojo.

´´Con el whisky estamos bien entonces, camarada´´ replico en un susurro extraño, con la expresión facial más amable y forzada que tenía en la recamara.

A lo cual asiente con cierto desconcierto.

Vuelvo a la servilleta y a su mundo de posibilidades infinitas, donde soy yo el protagonista, el creador e identificador de mundos obscenos y pulcros. Donde el bien y el mal son moneda corriente. Donde nadie se horroriza por la maldad, ni por el exceso de amabilidad, ni siquiera por la simpatía que podía abundar en su terreno.

Logro hacer un perfecto análisis sobre la decadencia cultural, estética y social que vivíamos por ese entonces. Donde lo políticamente correcto era el establishment, donde parecía que ser una persona de izquierda era ser parte del sistema, donde la revolución y el papel de la liberación había tomado protagonismo en la derecha. También, analicé a las llamadas cafeterías de especialidad, haciendo un paralelismo con la pandemia que provocó el surgimiento infernal de las cervecerías artesanales.

Cuando de entre las sombras, el cantante se me acerca, increpando.

¿Qué escribís ahí, Bo?

´´un ensayo sobre la pobre realidad, soy un observador académico sin preparación formal´´, respondo sin levantar la cabeza y sin dejar de escribir.

´´una falta de respeto venir a mi bar y no escucharme cantar, ¿quién sos?, ¿te crees mejor que el resto?, ¿eh? ´´

´´Dios mío, lo que me faltaba´´, pienso mientras atino a levantar la cabeza para confirmar si era cierto aquel planteo, o era producto de mi imaginación y los niveles de aceleración arbitraria que estaba sufriendo. Cuando el cantante me tomó de la campera y me lanza con fuerza contra una mesa despejada que estaba a mi lado. Como puedo, esquivo el drama juvenil, como siempre hago, y salgo corriendo por la puerta, perseguido por un grupo de cinco treintañeros que estaban al mango de anfetas y gin tonic, más vivos que nunca. Tras alejarme unas cuantas cuadras, los pierdo de vista y comienzo a reírme en voz alta. Prendo un cigarro y pienso en el gran cuento que iba a crear cuando llegase a mi casa. Uno a veces necesita vivir para escribir grandes historias, no todo es producto de la imaginación. ¡El mundo puede ofrecernos tanto! Para qué utilizar tan solo la creatividad cuando es mejor nutrirnos de experiencias tanto visuales como sonoras y así atiborrar nuestros sentidos. Aunque, quien sabe, ¿los mejores escritores quiénes son? Depende de cada uno, pues, yo digo que el más grande soy yo.

Fue allí cuando me percato que había perdido u olvidado (quién sabe, ¿no?) la servilleta.

Emprendo la vuelta a casa, echando humo cansado y de color purpura por mi boca. Las casas daban señales de muerte, vaticinaban que todo se estaba terminando. Diviso a una pareja sosteniendo copas de vino en un segundo piso, con una luz tenue decorando su alrededor. ``Por lo menos alguien va a coger esta noche ́ ́ suelto al vacío mientras río.

Un perro se me acerca y rápidamente se une al éxodo, sin cuestionarme y sin mirarme. Enseguida me cayó de puta madre y aunque no la haya pedido, agradecí su compañía. Seguí por hablarle de mí, haciéndole una presentación informal. Él escucha, sin mirarme y alternando el ritmo de la caminata. A veces aceleramos hasta percatarnos de la velocidad innecesaria y volvíamos a un paso lento, paso policial. Las calles estaban vacías. El rocío comenzaba a caer, helando mi frente y humedeciendo los parabrisas de los autos. Escucho algún grito esporádico, pero no logro distinguir si se trata de un pedido de ayuda o un grito más bien eufórico. No me esforcé demasiado por entenderlo igual. En la esquina, descansaba un hombre. Tapado con una frazada beige roída, rodeado de basura y miseria. Otro sano hijo del descuido político. Los árboles volvían a protestar, sacudiendo sus hojas verdes fluorescentes. Vuelvo a sentir un aire triste al recordar que había perdido la servilleta. Esa servilleta, ese simple papel, me daría fuerzas para continuar despierto por la noche, pero lo había perdido. Vuelvo a mí, y veo que a mi lado sigue estando el perro, con la lengua afuera. Debe de tener sed, pensé. Termino invitándolo a pasar a mi casa, propuesta que acepta con plena confianza en su mirada que esta vez sí estaba puesta en mí. Una vez llegados a mi hogar, lo convido con algo de salsa rosa que había separado en un tapper, aun sabiendo que terminaría podrida y en la basura, como cualquier resto de comida que se guarda en un tapper y se condena al frío solitario de la heladera.

Sirvo otra copa de vino para ponerme a tono y pongo un disco de Joni Mitchell a girar. El perro había plantado campamento en mi sillón terciopelo mientras se relamía. Yo me tomé un instante, parado, entero, en el medio del living, para observar. Me alegro de no terminar solo, la noche de jueves. Y de por lo menos estar en un cálido ambiente, aunque dentro mío y fuera de estas paredes que dan una sensación de protección, todo sea infernal.

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