Inconcluso

 

Me acostumbré a vivir de forma espartana. Arrastrando una forma errante.

Aspirando alquitrán, desayunando ensalada de rúcula y tomate y destinando mis pocas fuerzas a caminar a la mañana.

Respiraba el aire claro y paradigmático. La gente apurada hacia círculos a mi alrededor, como si fuera un barco encallado, una fogata, una luz estrellada, algo que ellos anhelaban. Yo era una entelequia, dispuesto a corroer los olores que tanto daño hicieron a la población.

De todas formas, quizás, y lo más seguro era, que adoraban mi libertad.

Yo no respondía a nadie, no trabajaba para nadie, no cumplía horarios ni moría por comprar un auto.

Por la mañana caminaba y escribía de forma enfermiza, por la tarde bebía té "chamomile citron" con mi novia, y a la noche corregía aquellos líquidos que mi cuerpo largaba en los papeles desparramados de la casa.

Mi morada era decente. El balcón daba a la calle Durazno, a la altura de Jackson. Vivía con dos perros que había rescatado de las garras del abandono y tenía una fornida biblioteca. Disfrutaba de comprar libros, aunque no con excesivo ahínco, era una actividad gozosa por lo menos para mí. Creía que apilando autores que admiraba, era una forma de obligarlos a convivir conmigo. Amaba vivir con Henry Miller, con Irene Nemirovsky, con Bolaño, con Hesse y Patti Smith. No hablaban, no me respondían, ni a mis quejas ni a mi llanto, pero sentía su sabiduría ahondar en los más profundos rincones del hogar. No mitigaban la soledad. El cielo seguía siendo oscuro. Los violines no dejaban de sonar su rumor de melodías, pero allí estaban todos, inmóviles y vivos.

Una noche, en un acto de maledicencia, sentí a Bolaño hacer correr el runrún de que Miller era un borracho. La risa de Irene me aturdió tanto que desperdigué varios gritos esa tarde. Los primeros días, los susurros daban la pauta de que el chisme iría cada vez a más. Un objetivo asequible para el, conociendo mis malos hábitos e indecorosos y pedantes comportamientos frente a las situaciones de extrema irritabilidad. Comencé a buscar por la casa, algún vestigio de ese rumor, algo que pudiera justificar mis deseos de desestabilizar mi hogar. Visualicé dos botellas de Champagne vacías junto al lava ropas y me enfurecí casi que al instante. Tomé por el pecho el libro “Sexus" y emprendí una serie de intensos golpes a su portada. Patti, con su singular forma de ver el mundo, disparó frases que alentaban a culminar la golpiza, pero Miller no iba a claudicar. Arremetí el libro y arranque cada una de sus hojas, formando una bola de papel que arrojé instintivamente a la cocina. Fue allí cuando advertí la figura de dos nuevas presencias muertas en la casa. Dos envases de "José Cuervo" me miraban, apuntando sus brillantes etiquetas a mis ojos cansados. Bolaño, al notar que me había percatado de esos dos inquilinos, asumió la culpa por completo de ellas.

En un estado de furiosa luminosidad, no pensé dos veces. "Nocturno de chile" pasó a estar en mis manos, dejando sin vida, el lomo duro de la tapa de Miller. Bolaño gritaba con eufemismos oscuros hacia mí. Irene, rezagada, se aleja, hundiéndose cada vez más dentro de la biblioteca. Hesse por su parte, se lanzó en mi dirección, atacando mi cuello, puro y deseoso de batalla.

La noche pasó. Quedamos todos, tirados en el living, sobre la alfombra amarilla.

Uno de mis perros lame mi cara, como avisando que una nueva mañana se estaba colando en nuestras vidas. A mi alrededor, bolaño solloza, Miller descansa derruido. Hesse, Irene y Patti, duermen acurrucados y en estado de alerta. Dejo la escena del crimen impregnada de mis huellas al hacer fuerza para levantarme. Quito los restos de los cuerpos de mi camisa beige. Las nubes bullían en silencio por la ventana, las copas de los árboles montevideanos saludaban al mundo. Escruté las calles, tratando de olvidar y acto seguido, me dirigí a la cocina. Tomo del suelo un vaso, que portaba una clara y serpenteada rajadura, y me sirvo lo que queda de una petaca de "Sandy Mac" no sin antes, dirigir el brindis, a los escritores caídos, mártires del arte, por la espiral indecorosa de la literatura, que es, al fin y al cabo, un reflejo más (y quizás el más puro) de la condición humana.

 

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