los tártagos
Cierra los ojos. Acerca la llama a su cigarro. Deja que suene la orquesta. Abre las ventanas, movimientos corcovos delatan un malestar dulce. La deja entrar a ella, viva en las grabaciones. Afina su oído para encontrarse con ese rasgueo suave en el violín. Sabe que es el de ella. Lo distingue entre otros quince. No quiere abrir los ojos. El viento es cruel pero tampoco impide su paso. Sabe que está viniendo. Los sueños son mentiras que terminan por quemarse. Las gotas golpean contra el vidrio escuálido de la celda. El frío se zambulle por los burletes. No se permite abrir los ojos. El ambiente se resbala en una niebla que logra comerse las voces, los ruidos y los árboles. Poco a poco abandona el pupitre y se adentra en un bosque ciego y aparentemente luminoso. Desconoce hacia dónde va, pero encuentra un río azul y un fuerte olor a campo. Presume que esta al oeste de la ciudad, donde la medianoche se raya a kilómetros de distancia. Es más joven y no recuerda haber visto sombras nostálgicas ni pesados equipajes a su espalda. Abre los ojos y recorre con ellos las manos, el torso y las piernas. Desliza la mano en el pelo y siente la melena amoldándose, acatando las ordenes dictadas por el movimiento. A lo lejos distingue una silueta de una mujer. Hará más de una década que no se encuentra con una. El cielo es testigo del paisaje tintineando junto a la hebilla de su pantalón. Es ella, decide su cabeza cuando la distancia logra distinguir sus rasgos, la postura erguida y el inmaculado vestido blanco.
- ‘’Los tártagos están preciosos’’
- ‘’me voy a quedar con vos esta noche, no quiero volver a ese camino’’
El espacio que queda vacío entre el amor de dos personas, quedó invadido
por el horror. La sangre en ese lugar, no es caliente. Cae como límpida de los
vagones que llegan desde la ciudad en trenes de carga helados y espantosos.
Captó la magia en los ojos de la mujer. No supo apreciar la facilidad con la
cual había caído en la realización de que todo lo que estaba sucediendo, en
cierta medida, era la realidad. Quince años tras las rejas alteran esa
percepción, y había pasado tanto tiempo habitando un mismo ecosistema a diario,
que los recuerdos se habían vuelto una mentira.
El rocío caía, blindando su burbuja. Ella se acercó, descalza, evitando
emitir sonido alguno, como si la luna fuera la encargada de vigilar el terreno.
El la esperó, apretando el violín que estallaba suavemente a la distancia,
empujando una brisa cálida que batallaba contra el clima inhóspita. Le tomó la
mano y se rajó la cara con una cuchilla de afeitar plateada y cuadrada. El
gorgoteo bullía en su cuello y poco a poco fue tiñendo el cuerpo. La miraba,
con valentía, anotando los lamentos en su cabeza. Poco a poco ella fue
derribada por la fuerza y la pesadez de sus talones, cayendo sobre el pasto con
los ojos clavados en el pecho de él. Se estaba yendo, otra vez, frente a sus
ojos. No quiso meterse, no quiso reaccionar, no quiso siquiera sentir, solo
acompañaba el movimiento de su cuerpo con sus ojos tristes, como si estuviese
mirando el fuego y este simplemente le devuelve llamas muertas. La hoja de
afeitar se perdió en los pastizales, provocó un pequeño estruendo que nadie
escuchó. El tomo su mano, apretando el corazón, empapando sus manos con la
sangre, intentando apropiarse de algo perteneciente a ella, una mancha que le
recuerde, no abrir nunca más los ojos.