primero fue el pozo, luego la exclamación
Escupía burbujas, como un vaso de soda
olvidado en la mesa de un bar. Sobre los restos de una lluvia tibia y dramática,
las gotas que eran del tamaño de atrofiadas nueces de pecan, ahuyentaban el
vaho pesado atrapado en la acera, como el polvo de un mueble al ser reventado
contra la pared. La borra del café quedó oxidada, y entonces cabalgaste con
claras intenciones de cruzar el salón, algo diferente; de ojos almendrados,
labios sellados y mejillas levemente ruborizadas por el pánico mudo. Te
elevaste, una vez lograste concretar tu tarea, hasta acariciar el imberbe
palacio lumpen, donde dos jóvenes muchachos vomitaban por un acido que no conseguía
pegarles del todo bien y por la corvina que llevaban. Destrozas todo, asesinas
sus cuerpos rosados y blindados como un caparazón de hojalata con el sonido de
tus dientes entrechocando, y con el hechizo encontrado, bajo tu manga de tela
pulida que nunca olvidas encima del ropero.