Balada sobre la desaparición de Bellinson Silva.

 El perro ladraba y lloraba, ladraba y lloraba. Bellinson Silva fumaba despacio. Con los dedos trepados al pelo como una tarántula nerviosa, derramaba su mirada sobre casas y edificios.  Indagaba en sus obsesiones, su pasado religioso producto de una rebeldía hacia su madre devota de otras creencias y un padre pseudo alcohólico, violento y con un apetito especial por mujeres jóvenes e inalcanzables. La casa en el campo, el viento alborotando las chapas patéticamente soldadas y el incendio del cielo al atardecer. Despega la camisa azul de su cuerpo y le regala un suspiro a quién estuviese atento a su alrededor. Estaba construyendo un cuento. Las palabras se iban enlazando: reflotaron, de entre el vapor de las baldosas flojas y pedregullos mutilados, hasta fundirse en oraciones y escenas. Despega el cigarro de su boca y al rozar las yemas con la barba de tres días, percibe que estas están comidas por el tecleo furioso en su máquina de escribir Olivetti color ceniza. El personaje sería sordo mudo, al igual que él. Un gato se escabulle de los pasos inalterados de Bellinson seguidos de un perro que ladraba y lloraba, ladraba y lloraba.

Tendría comisuras forjadas bajo el canon griego, ojos verdes y una figura envidiable. Se desplazaría por el mundo como un ángel indiscutido. Humano que atesora las miradas atentas de los transeúntes. Una virgen seguiría sus pasos y sus ambiciones estarían colocadas donde nadie se atreve a tocar.

Doblaron en la esquina. El paisaje era habitual: mugre, gotas de sangre secas ornamentando la vereda, volutas de dolor en lo alto de los edificios, como columnas romanas. Se arrastraba, con los lentes oscuros, el gorro de cowboy y el Marlboro escupiendo humo acrecentando el rumor de los vecinos, que Bellinson Silva podría haber estado en un Western de bajo presupuesto. Era verano en la capital. Todas las familias se replegaban en la costa a esta altura del año. La ciudad vacía era una tarima inexplorada. La ausencia del movimiento rutinario hacía que luciera aún más la pobreza, los yonquis ladrones de poca monta y los disparos por limosnas.

Estos veranos solitarios no eran una novedad para Bellinson Silva, a pesar de que en su infancia los pasaba casi todos en aquella casa de campo, situada a poco más de trescientos kilómetros del centro.

No tendría nombre ni familiares que pudieran reclamar su cuerpo. Está claro: tenía que morir. ¿Bajo qué circunstancias? No estaba del todo claro. Quizás una quemadura extensa y profunda en todo el cuerpo, la detonación de una extremidad, un disparo certero en el lóbulo frontal, la caída de un flujo de agua incesante sobre su cara cubierta con una toalla de algodón. Repeticiones constantes de electroshock. 

El perro ladraba y lloraba, aunque ahora lo hacía mirando los lentes de Bellinson Silva y trotaba como si hubiese dado cuenta de algo. Fumó hasta sentir como el filtro quemaba los pliegues de su boca. Miro caer el cigarro sobre un charco de agua y se quedó estático por un momento, intentando atrapar el sonido que emite el contacto entre una brasa sólida y un portal líquido amarronado cubierto de heces y pelusa de los árboles.

Siguió al perro, que trotó llegando hasta la rambla. Ladró y lloró más fuerte. La distancia que los separaba era cada vez más importante, y Bellinson Silva comenzó a preocuparse. El personaje dejó de existir, dejó de estar presente. Murió antes de siquiera tener forma. Pasaron la escollera. No había nadie alrededor. El cielo colocó sus manos amarillas sobre el perro que solo lloraba, evitando ser tocado por las olas que rompían contra la costa.

De repente se detuvo y Bellinson Silva recordó aquella canción de Iggy Pop: Turn Blue. Intentó tararearla sin saber por qué se le había aparecido esa melodía. La rigurosidad de la memoria, pensó. El perro lo miraba, invitándolo a acercarse. Bellinson silva no percibió los altares a deidades las cuales su nacimiento se remonta a la edad media, ni tampoco la huida despavorida del perro, que se fue sin ladrar, sin llorar, sin ladrar y sin llorar. La suela de las botas tocaba gentilmente el piso. Las olas colisionaban y su estruendo retumbaba en el pecho silencioso de Bellinson Silva. Reconoce unos pies. Pequeños como de niña, seguido de unas piernas con cortes transversales frescos y brillosos. Después apareció el ombligo y los senos, gelatinosos agitados por el viento, devorados sinuosamente, hasta llegar al cuello que exhibía pequeños surcos, latentes, denotando mordidas furibundas junto a las venas marcadas. No detiene su mirada hasta llegar al rostro desfigurado por quemaduras provenientes de una vela, que había sido colocada encima de un murito. Sin señales del perro, Bellinson Silva deseo poder gritar, pero no pudo. Entonces gimió y lloró, gimió y lloró, durante un rato hasta que se quedó solo, sin el cielo, sin sus manos, arrebatadas por la fuerza de un machete. 

Lo rodearon un grupo indefinido de personas. Vio brotar un rojo similar al que encontró en las piernas de esa mujer. Un rojo en movimiento, desesperado por tocar tierra firme. Escapando de las muñecas. Entonces se desplomó, como una balada en los dedos del pianista. Su sombrero cayó al agua y los cigarros se quebraron, quedando inutilizables.  Sus ojos se posaron involuntariamente directo en el sexo de la mujer y la imagen de la deidad, hambrienta con ganas de su suciedad. Fue cuando no estuvo más solo. No lo estaría nunca más. Dejó de llorar, dejó de gemir, y se entregó completamente, de ojos cerrados, a los brazos de algo que ansiaba conocer, no sin antes dar una última bocanada, un último acto antes de que cierren el telón completamente, sin lugar a los aplausos. Tomaron su cuerpo y lo dejaron junto al de la chica. Encendieron velas, cerraron el círculo. Reconoció la imagen de aquella deidad, una que exigía como ofrenda el cuerpo de niños y adultos para aplacar su ira. Esto lo sabía por su madre, que descree de la existencia de un Dios revelado, por lo que su devoción viraba hacia Dioses paganos. El mar chirriaba con vehemencia. La oración se prolongó más de lo debido. Bellinson Silva parecía haber entrado en un sueño al que de todas formas le escapaba, recobrando la conciencia por momentos. Veía siluetas. No reconocía rostros. Lo hacía hasta volver a desmayarse, perdiéndose en el silencio estruendoso de la noche y su sordera.

Estuvo en ese trance durante horas. El cielo parpadeo y le mostró azulejos antiguos y techos altos: los de su casa. Un gato lo recibía, de mirada lasciva y perturbada. Esquivaba su cola, abría puertas y ventanas. Sabía que toda esa alucinación era producto de estar en el limbo. Sentía como cargaban su cuerpo y el de la chica hacia lo que parecía ser un bosque. Notaba las pisadas de la gente sobre el follaje, crujiendo, masticando su vida. Pero él estaba en la casa, atrapando y reconociendo aromas y movimientos. Abre la ventana y el aire fresco asfixió su cuello, como si estuviera en el norte del país, por lo que desprende el primer botón de la camisa. Se dejó caer al piso dejando su espalda contra la puerta. Desde la ventana veía como la niña lo señalaba desde la otra acera; dos trenzas prolijas y rígidas colgando de su cabeza, un vestido blanco con puntos rojos y los zapatos negros de charol. Busco la sonrisa en su cara, pero no pudo encontrarla. Recogió su esqueleto del piso y abrió la puerta, donde se topó con una cocina: el horno en funcionamiento, un mantel de lino protegiendo la mesa, el crucifijo torcido sobre la alacena, como un guiño a la muerte de Dios. Sabía dónde estaba. Se sentó en la cabecera, con los brazos puestos en los costados, y se quitó el sombrero. Esperó un rato. Tras la ventana, la niña había desaparecido y en su lugar se encontraba un perro, de ojos cristalizados, con el pecado ahogando sus ladridos, pulverizando su llanto. Las velas encendidas, el universo cerrándose y el silencio calando hondo, como nunca antes lo había hecho en su corazón.


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